Las políticas públicas, definidas como el curso de acción
de la gestión pública que institucionaliza la intervención
pública en respuesta a un problema social identificado
como prioritario, y que se convierte de esta manera en
materia de política de Estado (SENPLADES, 2011, p. 10),
parten de necesidades insatisfechas o brechas de acceso
a derechos, constituyéndose en instrumentos operativos
de las normativas, ideologías y visiones de desarrollo,
que, para su legitimación y efectividad, requieren de
participación ciudadana, demandando la identificación de
nodos, rutas críticas, consensos, factibilidades, recursos,
gestión, y demás afines que surgen del día a día, y que
aterrizan las ideas a realidades concretas, con la
adaptación necesaria y la flexibilidad para responder a un
sinnúmero de eventualidades y cambios propios de las
dinámicas sociales y económicas.
La concepción de una política pública tiene de fondo una
teoría del cambio que, partiendo de una situación
concreta, analiza variables causales que a través de la
intervención pública pueden ser alteradas para alterar
dicha realidad hacia una más deseable desde la
perspectiva de la población (Cassetti & Paredes, 2020); no
obstante, debido a que los gobiernos se enfrentan a
innumerables demandas de diferentes actores que
aspiran conseguir parte de los limitados recursos públicos,
se procede a la priorización de intervenciones públicas
respondiendo a presiones sociales, económicos y
políticos, donde podrían vencer aquellos agentes con
mayor poder, mas no con problemáticas más relevantes y
de mayor efecto multiplicador.
Entonces, las políticas públicas llevan en sí una visión de
desarrollo enmarcada en hipótesis de variables causales
que pueden ser modificadas a través del accionar público
para lograr avances en el desarrollo y calidad de vida de
los habitantes; empero, también carga con la presión de
atender a grupos diversos, con poderes y necesidades
heterogéneas, que se refleja en la priorización de las
intervenciones, e incluso, en la inacción del gobierno
(Serna & Bottinelli, 2018).
Los ciclos de las políticas públicas tienen tres grandes
etapas: formulación y diseño, implementación, y
seguimiento y evaluación. Generalmente, la primera
etapa: formulación y diseño, se encuentra presente en la
mayoría de intervenciones públicas, aunque no
necesariamente pueden corresponderse con la realidad
social; a diferencia de la etapa de evaluación,
especialmente ex-post a nivel de impacto, que, pese a su
relevancia para medir el efecto en el bienestar y la
efectividad de la política generando retroalimentación,
suele ser poco utilizada en la región (Mesa & Murcia,
2020).
Liliana Durán y Luis Mancipe (2018) sostienen que el
diseño de las políticas públicas requiere de un
conocimiento multidisciplinario que interprete una
problemática social dinámica siendo necesaria la
interacción con los agentes clave en su contexto
particular. Por consecuencia, el diagnóstico debe
realizarse con la participación de los grupos de interés,
especialmente, de los beneficiarios directos de la
intervención que serán el centro de atención de la política,
y se constituirá en la base para el análisis de alternativas
factibles e innovadoras que den solución a la situación
problema.
El diseño de políticas públicas es un proceso técnico que
utiliza metodologías mixtas: cualitativa con técnicas de
observación, grupos de enfoque, etc.; y cuantitativa
utilizando indicadores numéricos, modelos proyectivos,
entre otros; con el propósito de describir la situación sin
intervención, identificando las variables clave que causan
el problema de análisis; todo ello, preferentemente, bajo el
paradigma de gobierno abierto que se fundamenta en tres
pilares: la transparencia, la participación y la colaboración,
para alcanzar gobiernos flexibles y cogestión de
programas y proyectos públicos (Romero, 2020).
El proceso de ejecución de las políticas públicas depende
de la calidad del diseño de la primera fase, que incluye la
planificación de la implementación, la capacidad de
gestión pública, flexibilidad y adaptabilidad, y de los
recursos públicos: humanos, monetarios, de
infraestructura, equipos, etc., destinados para ello
(Cejudo, May, Saetren, Hupe, & Soren, 2018).
A diferencia de las dos primeras etapas del ciclo, la etapa
de evaluación que se centra en la valoración de la
intervención, sea teórica-conceptual, de ejecución, de
resultados, de impacto, u otras (Arenas, 2021, p. 14);
suele ser aplicada a nivel ex-ante, es decir para evaluar el
diseño del programa o proyecto, pero no a nivel ex-post,
donde se determinan sus resultados e impactos, lo que
podría explicarse por la resistencia que los ejecutores del
accionar público presentan por pensar que el proceso
evaluativo revelará errores y omisiones con propósitos
sancionadores, en lugar de concebirlo como un ejercicio
que genera retroalimentación para la toma de decisiones,
permitiendo identificar qué se puede mejorar y qué
funciona mejor en un contexto específico (Bertranou,
2019).
La evaluación de impacto, pese a la riqueza de
información que genera, suele ser la de menor interés en
el sector público latinoamericano, como lo reveló un
estudio elaborado por el Centro de Estudios Distributivos,
Laborales y Sociales - CEDLAS, que demostró que entre
1995 y 2011 el 76% de las evaluaciones de impacto
realizadas en la región fueron sobre intervenciones
públicas y que tan solo en el 4% de ellas se contó con la
participación de entidades gubernamentales (Maris,
2016).
Esther Duflo y Abhijit Banerjee, galardonados con el
premio Nobel de Economía en el año 2019, fundaron el
centro de estudios Abdul Latif Jameel Poverty Action Lab,
y, a través de diversas investigaciones, han insistido en la
importancia de que los gobiernos destinen recursos para
robustecer la toma de decisiones en cada etapa del ciclo
de políticas públicas, con la utilización de datos que